Comentario
La evolución de la economía española durante los últimos años del reinado de Isabel II contribuyó en gran medida a acelerar su deterioro, dada la profunda crisis en que la nación estaba sumida desde 1866. Crisis desdoblada en dos versiones: una moderna, que incidía sobre el sector financiero y el industrial, y una tradicional, en torno a la actividad agraria. La coyuntura resultante, determinada por el bloqueo y la recesión económica, escapaba a todo control de los Gobiernos isabelinos, incapaces de hacerle frente. Las elites económicas decidieron entonces buscar sus propias fórmulas alternativas dentro de las propuestas liberales. Tras un período de bonanza, que se inició en 1856, la recesión se dejó notar ya en 1864 y se agudizó paulatinamente, hasta estallar en 1866. Coincidió en el tiempo con una severa crisis a nivel europeo que, de una forma u otra, repercutió sobre la economía nacional. Sus efectos se concretaron en la paralización del proceso de internacionalización que el capital español había experimentado desde 1856, cuando se legisló la entrada de capital extranjero en grandes dosis, sobre todo para la financiación del ferrocarril.
Las inversiones foráneas, principalmente francesas, habían llegado a convertirse en impulsoras no sólo del ferrocarril, sino de otros sectores de la economía española. De este modo cuando la inyección de capital se detuvo y se produjo el estancamiento del negocio ferroviario, dichos sectores cayeron también, ocasionando un crac bursátil. Numerosas empresas y bancos entraron en suspensión de pagos o quebraron, multiplicando una situación de crisis que se agravó aún más con los problemas de la industria textil catalana, muy afectada por la guerra de Secesión norteamericana y por el bajo nivel de consumo interior. Otro elemento de intensificación de la crisis viene del lado comercial, dado que el proteccionismo no era ya más que un estorbo para el desarrollo industrial y la consolidación del mercado interior.
Los últimos Gobiernos isabelinos no dieron con la fórmula adecuada para reformar el sistema arancelario, como tampoco acertaron con el reajuste presupuestario, que se había convertido en una necesidad de primer orden. Los habituales problemas hacendísticos habían empeorado considerablemente, provocando un déficit extraordinario, aunque no tanto por lo abultado del gasto como por el escaso nivel de ingresos. Las autoridades tomaron medidas distintas, destinadas, precisamente, a aumentar y acelerar los ingresos por la vía fiscal, sin conseguir cotas de eficiencia.
Todos estos factores muestran las tensiones que presionaban sobre la economía española a partir de 1866 y que redundaron en un alarmante aumento de las tasas del paro, afectando a todo el país y a todo el abanico profesional. La economía se vería aún más vulnerada en 1867, cuando sobrevino la crisis agraria.
Concluido su ciclo habitual de diez años, la agricultura española se sumergió en una crisis de producción, que se tradujo posteriormente en crisis de subsistencias. En efecto, las crisis decenales clásicas del Antiguo Régimen se habían dado en España en 1804, 1812, 1817, 1823-1824, 1837, 1847, 1856-1857. Comenzó un período de carestía y hambre que repercutió negativamente a corto plazo en la evolución demográfica y colaboró a ensanchar los índices de paro. El precio del trigo y del pan se encareció notablemente, en un momento en el que el poder adquisitivo de la población había descendido sensiblemente. Los repartos de pan promovidos por las autoridades no sirvieron para paliar los efectos de la conjunción de paro y hambre, y la importación de cereal extranjero para combatir la subida de precios no pudo evitar una situación rayana en el desastre.
En suma, la crisis económica general fue el desenlace de un proceso de adición y superposición de crisis sucesivas que, a menor escala, habían ido mermando todos los sectores de la economía. Así la crisis política se vio robustecida por la acumulación de tensiones procedentes de los ámbitos económicos.